A mi el VAR no me gusta.


Dicho esto, dejen que me explique: escribo estas líneas para hablar del campeón del mundo. La nueva herramienta arbitral ya tendrá su momento. 

Francia es un equipo disciplinado, físico y sudoroso, repleto de negros con ojos blancos que corren sin descanso. La pelota les importa poco. Eso sí, no le pierden atención. Siempre cerca de todo, pero sin acercarse a nada. Y en medio de todos ellos, como si de un cuento se tratase, un rubio de ojos azules le da color a la alineación. 

El primer gol del nuevo campeón del mundo llegó a balón parado, como otros 72 tantos en este Mundial. Una falta sobre un Griezmann que ya caía cuando recibió el golpe de Brozovic se convirtió en un autogol de Mandzukic. El delantero croata miraba después desconcertado: “¿con la coronilla se marcan goles?”, pudo pensar. Griezmann, por cierto, fue el ejecutor de dicha falta. 

El segundo tanto del conjunto de Didier Deschamps, campeón del mundo como entrenador y jugador, llegó también a balón parado. La falta anterior la había votado Modric pero, su centro acabó en manos de Lloris. El astuto guardameta galo lanzó el balón con toda su fuerza al campo contrario. Un obelisco surcando el cielo de Moscú. Hacia allí se dirigía ya un joven veloz de 19 años. Mbappé es robusto, pero también dinámico. Si le sueltas la correa, te muerde. Por eso Vida, que sabe de qué va esto, no quiso jugársela. Sin más, la pelota ya la colocaba Griezmann sobre el verde de la esquina. 

El centro del Fortnite ha sido el más visto en una final de un Mundial. Hasta en siete ocasiones pudo revisarla Pitana, el colegiado del partido. El segurata argentino también tiene un hueco en la historia: es el primer árbitro en dirigir una final de un Mundial con ayuda de una sala de revisionado. Cuatro fueron las repeticiones que necesitaron los árbitros de esta sala para advertirle de la mano. La FIFA aseguró antes del Mundial que los partidos serían arbitrados por “los colegiados, y no la tecnología”. Pitana, con esta consigna en su cabeza, inició entonces su carrera de vuelta al campo. Pero algo le incomodó. Quizás con siete repeticiones no había tenido suficiente. Sudoroso, algo normal tras más de media hora siguiendo a Kanté, volvió sobre sus pasos, echó una última ojeada, la octava, y señaló el punto fatídico. Giroud saltó de alegría y Griezmann, el de los dos centros de antes, transformó el penalti. 

Con dos centros colgados a balón parado y una precisa ocupación de su mitad de campo, Francia comandaba en el marcador. Enfrente, un menudo croata intentaba dirigir a sus ajedrezadas tropas. Junto a él, N’golo, el Kanté de antes. Ese que resopla en tu nuca, evita las áreas y solo quiere la pelota para quitártela. El menú de la final lo había elegido Francia y los platos solo llegaban a pelota parada. Insuficiente hasta para el mejor pastor. 

En la reanudación, los dos compositores principales decidieron intercambiar unas palabras. Fue Griezmann quien se acercó a Modric. Quizás, para advertirle que esos colores también los viste él. Desconcertado, el capitán croata le cedió el protagonismo y fue Griezmann el autor del pase del siguiente gol. Pogba, hasta entonces siempre bien posicionado pero sin tacto para el cuero, golpeó el esférico con violencia a 70 metros de portería. Otro obelisco, en forma de volea, con un perro de presa tras él. Mbappé recogió el balón, encaró y llevó el miedo a los cuerpos croatas. Pero la pelota ya estaba en poder del Principito. Griezmann bailó con ella, giró y vio a Pogba de frente. La pelota, a buen seguro, habría preferido quedarse con el del dulce tacto. Pogba en cambio, descuidado y enérgico, le volvió a propinar un golpe, en esta ocasión, definitivo. 

Mbappé quiso copiarle poco después, con un zapatazo seco y firme, marcando así en una final de la Copa del Mundo. Un logro que, a su edad, solo había desbloqueado el joven Pelé. Palabras mayores. El día de la gloria había vuelto. Tal era el frenesí galo que hasta Lloris, fiable y solvente hasta ese momento, se despistó. Mandzukic pudo entonces redimirse. Un gol en la portería contraria y con el pie. ¡Quién se lo iba a decir! Aunque de nuevo, insuficiente. 

Griezmann decidió entonces aminorar la marcha, frenar en las carreras. Y gesticuló, como hacen las estrellas. La grada silbó ante el ejercicio de posesión, una situación familiar para él. Aunque en esta ocasión, era la afición rival. Francia, campeona del mundo. Al fin esa dorada copa volvía a estar entre sus manos. Si la final continuase, Croacia seguiría peleando y Francia, aún estaría bien posicionada.

Y, por cierto, a mi el VAR no me gusta; y el Balón de Oro, que se lo den al mejor. 

Estudiantes: la historia de nunca acabar


Dice la Real Academia de la Lengua Española que la demencia es un estado de locura, de trastorno de la razón. La afición de Estudiantes ha superado esa condición hace ya tiempo. Ahora, lo suyo podría denominarse más como psicosis.

El actual sistema de puntuación en el baloncesto mundial se originó allá por 1933. El lanzamiento de tres puntos tuvo que esperar 12 años para ser implantado en una liga oficial. El objetivo: contrarrestar el juego ofensivo de los hombres altos. A Europa, esta nueva puntuación no llegó hasta 1984. 

La idea es sencilla: si anotas por detrás de la línea que está a 6 metros con 75 centímetros (en el baloncesto europeo), tu canasta vale 3 puntos. Todo lo que sea más cercano a esa distancia vale 2 puntos. El tiro libre, tras falta personal, suma 1 punto. Tres opciones diferentes de conseguir un mismo objetivo que ofrecen múltiples variantes en el juego.

Movistar Estudiantes perdió en la cancha del Umana Reyer de Venezia por un solo punto. Un resultado que le dejó fuera de la Basketball Champions League, la tercera competición europea en discordia. Perder por un punto es doloroso para cualquiera. Para Estudiantes, una calamidad.

El equipo dirigido por Salva Maldonado afrontaba la última jornada de la fase de grupos con tres opciones para clasificarse a los octavos de final: la primera, bastante simple, consistía en ganar el partido. La segunda, no muy descabellada, implicaba perder y que los otros dos resultados del grupo no le perjudicasen. La tercera, prácticamente imposible, suponía perder el partido en Venecia por un solo punto y esperar a que sus rivales directos no ganaran. 

Al final, un solo punto fue la diferencia de un total de 193 que se anotaron en el partido. Solo 1. Mísero, solitario. Uno. UNO. No más. Bastaba un tiro libre para forzar la prórroga. Si quiera una canasta de 2. El Estu, en su latente esquizofrenia, eligió lanzar de 3 en la última posesión del partido. El balón no entró y, el resultado, ya lo conocen. 

Tras el partido, los aficionados colegiales mostraron su descontento en las redes sociales. Muchos culpaban a su entrenador. Todos lo tacharon de fracaso. Otros, eligieron a los jugadores como diana. El fracaso, sin embargo, está asentado en Serrano 127 desde hace ya un tiempo. Un fracaso convertido en mal endémico, imposible de combatir. Aferrado a las raíces del club, la decepción es la emoción que más siente el aficionado colegial.

‘Frustración Estudiantes’ podría ser su próximo patrocinio. Un sino que no solo pertenece al primer equipo del club. Sin ir demasiado lejos, el pasado fin de semana el equipo femenino, colista de la Liga Dia con 0 victorias, se quedó también a un solo punto de lograr su primera conquista.  

Coincidencia, podrán pensar algunos. Nada más lejos de la realidad. A Estudiantes le suceden desgracias porque es un club desarraigado, desterrado de su idea romántica del baloncesto. El actual deporte de la canasta vive uno de sus momentos más trágicos en Europa: jugadores que van y vienen, escasos ingresos, aficiones desconectadas y clubes a la deriva. En un contexto así, son los apasionados los que más sufren. Y en eso, Estudiantes tiene el título de campeón. 

El club ramireño juega la Liga Endesa en el WiZink Center, un pabellón que comparte con su máximo rival, el Real Madrid. La competición europea la disputa(ba) en el Jorge Gargajosa de Torrejón, con lo que eso implica para sus aficionados. Los abonos, a principio de temporada, subieron sus precios con la excusa de la competición europea. Ahora, el Estu podría jugar la Europe Cup, la cuarta competición continental. ¿Por qué no va a disputarla a pesar de lograr la clasificación directa tras su varapalo en la Champions? Por problemas de instalación. 

Si usted, amable lector, ha entendido este último párrafo y aún no le duele la cabeza, significa dos cosas: una, que no es del Estudiantes; o dos, que no lo ha entendido bien. El descuido del aficionado en el Estudiantes jamás le restará seguimiento. Lo que sí genera, y lleva años haciéndolo, es malestar, descontento y crispación.

En Venezia, uno de sus jugadores saltó del banquillo al escuchar la bocina que señalaba el final del partido para celebrar la clasificación. Su entrenador, Salva Maldonado, no dio ninguna orden para afrontar ese último ataque. El director deportivo, Willy Villar, único representante institucional del club en la pista veneciana, sentado a escasos metros del banquillo y con el móvil en su mano durante todo el encuentro, no fue capaz de comunicar los otros marcadores que dejaban fuera de la competición a Estudiantes. De locos, dementes o psicópatas, como quieran decirle.

Ninguno de esos tres comportamientos los repetirían, cualquiera de sus tres protagonistas, en otro club. El desarraigo es tal en Estudiantes que provoca despecho. Y sí, claro, es falta de profesionalidad. Pero justamente, a ninguno de estos tres protagonistas se les puede tachar de falta de solvencia. Lo que les ocurrió a Maldonado, Villar y Hakanson en Venecia fue, ni más ni menos, lo que le viene ocurriendo a Estudiantes en la última década. Estos tres protagonistas, ya contaminados, perdieron el norte. Alienados, no fueron capaces de percibir la realidad que tenían delante. 

Estudiantes ya no se acuerda de sus logros pasados. Los recientes descensos, no consumados, han marcado la historia reciente de la institución, que no ha sido capaz de despojarse de todas esas hojas muertas que no dejan a otras florecer. El Estu sigue peleando por mantener aquello que le hace diferente: la cantera sigue dando frutos, con Edgar Vicedo y Darío Brizuela como principales estandartes en el primer equipo; el Ramiro de Maeztu se mantiene como enclave del baloncesto colegial; y la Demencia, a pesar de los reveses, sigue fiel a su equipo. Sin embargo, uno de sus eslóganes más conocidos se les ha quedado obsoleto. “Derrota tras derrota hasta la victoria final”, dice el dicho. Ahora, más bien, el sentir general en Estudiantes es el de “Desgracia tras desgracia, hasta el suspiro final”. 

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